miércoles, 22 de noviembre de 2017

LA LONGITUD Y LA PROFUNDIDAD DE UN DUELO.

© Justo Félix Olivari Tenreiro.

“En el llanto se encuentra la síntesis del dejar ir…”. Agua de Rosella.

Los misterios existen para ser respetados. Pero la Vida quiere, a veces, que demos con algunas respuestas que jamás buscamos conscientemente.

La duración de lo que solemos llamar “duelo” (me refiero a lo que sigue luego de la separación de un vínculo amoroso-romántico), sabemos fehacientemente que de ningún modo está ligada a la extensión temporal de esa relación.

La ruptura de un encuentro más o menos fugaz, de sólo algunos meses de permanencia, puede dejarnos, literalmente, de cama…

Ese proceso pareciera tener vida propia. En esa etapa en la que incluso a veces existe alivio porque por fin se fue y se terminó aquello que me mortificaba o que ya no me representaba, también nos encontramos, en la gran mayoría de los casos, con el dolor por la pérdida de lo que sí nos nutrió, nos hizo felices, nos ayudó a crecer y nos aportó, en el mejor de los casos, compañía amorosa.

Tenemos claro, también, que muchas más veces de lo que nos hubiera gustado, atraemos en ese objeto amado a un reflejo fiel, algo así como una fotocopia, de papá, de mamá, de algún hermano/a, o de cualquier otro ser con el que tuvimos contacto profundo desde pequeños. Hasta tanto no estén medianamente sanadas las historias compartidas con ellos, los mismos se presentarán como espectros encarnados en otro cuerpo físico…

Y precisamente es ahí en donde creo que está unas de las claves para comprender por qué algunas separaciones son tan dolorosas, o nos cuesta tanto aceptarlas. Por qué nos resistimos tanto a soltar a ese otro, como si en esa despedida se jugara algo de una importancia vital.

Por poner un ejemplo, si con mi compañera hicimos, de manera sumamente implícita e inconsciente, un pacto y un contrato de similares características al que hice con mamá, en donde “Yo te sostengo a vos-vos me sostenés a mí” era la premisa inviolable, no sólo me habla a las claras de que mi relación interna con mi madre todavía necesita ser revisada (desde el momento en que sigo haciendo con mis parejas lo mismo que hacía con ella), sino que es totalmente entendible entonces que me cueste horrores separarme de esa mujer, desde el momento en que mi “niño interno” va a experimentar eso casi que como la muerte misma…

O una mujer puede resistirse desesperadamente a soltar a un caballero por el que dice no sentir otra cosa que el cariño que se siente por un amigo, pero del que ha recibido, enamorado él sí de ella, la más grande y generosa cantidad de elogios y reconocimientos como jamás nadie lo regaló, si es que su propio progenitor no la miró con ojos amorosos ni le prodigó esa atención nutritiva, o la descalificó de alguna manera… Ese otro “padre” ahora sí nutricio que apareció en su vida, cumple, siente su “niña”, una función reparadora “adictiva”, de la que es muy doloroso y difícil prescindir…

Nadie puede suplir lo que no está completo en nosotros mismos, nadie jamás llenará ese vacío. Y hasta tanto no esté sanado, vendrá a nuestra vida cíclicamente encarnado en nuestro nuevo objeto de deseo, y se irá dejando una inevitable estela de desgarro y dolor…


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