La Vida nos va poniendo, cíclicamente, cara a cara con
nuestras sombras. Nos confronta, de vez en cuando, con aquello que se hace
imperioso comprender y sanar en nosotros. Una de la forma más eficaz y de la
que se vale más a menudo es la de ponernos a alguien en nuestro camino, alguna
relación en la que nos veremos sacando aspectos propios que de algún modo nos
sorprenden y avergüenzan, o en la que escucharemos a ese otro/a señalarnos
facetas para nada agradables de nuestra personalidad.
¿Quién tiene ganas de pasar por todo esto? ¿Quién, por más
“evolucionado” que se considere, podrá decir que su primera reacción será la de
aceptación y apertura ante esa situación? Nadie.
Nuestro ego no va a tener, en un principio, la menor
disposición a revisar nada de lo que se nos reveló ni de lo que nos están
diciendo. Y es completamente normal y natural que reaccionemos así. ¿Acaso no
somos humanos?
En todo caso será otra parte de nuestra totalidad la que
finalmente podrá respirar hondo, tragar saliva, arremangarse y decir: “Okey,
esto no me agrada en absoluto, pero lo mejor que puedo hacer por mí mismo y por
mi evolución, es mirarlo y buscar las herramientas para transformarlo y
sanarlo”. A esa otra parte solemos llamarla Consciencia.
Pero más allá de nuestro bendito y tan denostado ego, si hay
algo que en verdad dificulta muchísimo esa tarea de revisión interna amorosa,
es una mala relación con nosotros mismos. En otras palabras, un diálogo interno
tortuoso o violento.
Cuando nuestra mente es un infierno de autocastigo, nos
pasamos buena parte del tiempo tratando de negar cualquier aspecto sombrío
propio, en un denodado intento por evitar que se vuelva a encender esa caldera
de insultos y barbaridades que nos decimos.
Además del Sol, tengo otros tres planetas en Virgo. Y del
mismo modo que lo he observado en personas con Luna y hasta con el Ascendente
en este Signo, durante un largo período de mi existencia he sido mi peor
enemigo. Claro que el lastimarse con pensamientos sumamente violentos no es
exclusividad de esta energía, pero su presencia en una cantidad significativa
puede ser, por momentos, sencillamente devastadora.
Mucho tiempo antes de que supiera qué era un acto de
psicomagia*, alrededor de mis veintisiete años, en medio de mi desesperación
por acallar esas voces tremendamente lacerantes y feroces, me tiré en el piso,
lápices en mano, y me dispuse a dibujar, a darle forma a ese personaje interno
tan implacable.
Será por la educación que recibí de pequeño, que el mismo
tomó la forma de un hombre hosco, viejo, arrugado, con un semblante espantoso,
y una vestimenta mitad de sacerdote, mitad de militar…
Me paré sobre él y empecé a patearlo, a saltar sobre él, y a
descargar toda mi ira y mi furia por ese personaje interno que me hacía la Vida
imposible. Luego quemé ese dibujo, suponiendo que eso algo iba a liberar.
Entiendo que esas expresiones violentas y culpógenas que
primero fueron de mamá, de papá, de un hermano/a, de un cura, de una ex pareja,
etc., etc., y ahora ya nos pertenecen, que ya hemos introyectado, merecen un
tratamiento aparte.
Entre otras, la terapia de Bioneuroemoción utiliza como una
de sus herramientas de resolución de traumas o de repeticiones esos actos de
psicomagia. No soy experto en la materia ni mucho menos, apenas alguien que la
está utilizando dejándose guiar, pero me parece que sería una excelente idea
que antes de adentrarse en cualquier situación a resolver, el primer acto
psicomágico apunte a la liberación de ese monstruo devastador.
Sólo de esa manera podremos tener una disposición sana para
observarnos sin lastimarnos, y sin necesidad de defendernos de manera casi
maníaca frente a lo que nos señalen los demás. Sólo así expresiones como
“Abrazar nuestra sombra con amor” o “Aceptarnos amorosamente tal y como somos”
dejarán de ser una entelequia, para convertirse en la real y concreta forma de
connivencia con nosotros mismos.
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