domingo, 20 de mayo de 2018

EL DIALOGO INTERNO.

© Justo Félix Olivari Tenreiro.

La Vida nos va poniendo, cíclicamente, cara a cara con nuestras sombras. Nos confronta, de vez en cuando, con aquello que se hace imperioso comprender y sanar en nosotros. Una de la forma más eficaz y de la que se vale más a menudo es la de ponernos a alguien en nuestro camino, alguna relación en la que nos veremos sacando aspectos propios que de algún modo nos sorprenden y avergüenzan, o en la que escucharemos a ese otro/a señalarnos facetas para nada agradables de nuestra personalidad.

¿Quién tiene ganas de pasar por todo esto? ¿Quién, por más “evolucionado” que se considere, podrá decir que su primera reacción será la de aceptación y apertura ante esa situación? Nadie.

Nuestro ego no va a tener, en un principio, la menor disposición a revisar nada de lo que se nos reveló ni de lo que nos están diciendo. Y es completamente normal y natural que reaccionemos así. ¿Acaso no somos humanos?

En todo caso será otra parte de nuestra totalidad la que finalmente podrá respirar hondo, tragar saliva, arremangarse y decir: “Okey, esto no me agrada en absoluto, pero lo mejor que puedo hacer por mí mismo y por mi evolución, es mirarlo y buscar las herramientas para transformarlo y sanarlo”. A esa otra parte solemos llamarla Consciencia.

Pero más allá de nuestro bendito y tan denostado ego, si hay algo que en verdad dificulta muchísimo esa tarea de revisión interna amorosa, es una mala relación con nosotros mismos. En otras palabras, un diálogo interno tortuoso o violento.

Cuando nuestra mente es un infierno de autocastigo, nos pasamos buena parte del tiempo tratando de negar cualquier aspecto sombrío propio, en un denodado intento por evitar que se vuelva a encender esa caldera de insultos y barbaridades que nos decimos.

Además del Sol, tengo otros tres planetas en Virgo. Y del mismo modo que lo he observado en personas con Luna y hasta con el Ascendente en este Signo, durante un largo período de mi existencia he sido mi peor enemigo. Claro que el lastimarse con pensamientos sumamente violentos no es exclusividad de esta energía, pero su presencia en una cantidad significativa puede ser, por momentos, sencillamente devastadora.

Mucho tiempo antes de que supiera qué era un acto de psicomagia*, alrededor de mis veintisiete años, en medio de mi desesperación por acallar esas voces tremendamente lacerantes y feroces, me tiré en el piso, lápices en mano, y me dispuse a dibujar, a darle forma a ese personaje interno tan implacable.

Será por la educación que recibí de pequeño, que el mismo tomó la forma de un hombre hosco, viejo, arrugado, con un semblante espantoso, y una vestimenta mitad de sacerdote, mitad de militar…

Me paré sobre él y empecé a patearlo, a saltar sobre él, y a descargar toda mi ira y mi furia por ese personaje interno que me hacía la Vida imposible. Luego quemé ese dibujo, suponiendo que eso algo iba a liberar.

Entiendo que esas expresiones violentas y culpógenas que primero fueron de mamá, de papá, de un hermano/a, de un cura, de una ex pareja, etc., etc., y ahora ya nos pertenecen, que ya hemos introyectado, merecen un tratamiento aparte.

Entre otras, la terapia de Bioneuroemoción utiliza como una de sus herramientas de resolución de traumas o de repeticiones esos actos de psicomagia. No soy experto en la materia ni mucho menos, apenas alguien que la está utilizando dejándose guiar, pero me parece que sería una excelente idea que antes de adentrarse en cualquier situación a resolver, el primer acto psicomágico apunte a la liberación de ese monstruo devastador. 

Sólo de esa manera podremos tener una disposición sana para observarnos sin lastimarnos, y sin necesidad de defendernos de manera casi maníaca frente a lo que nos señalen los demás. Sólo así expresiones como “Abrazar nuestra sombra con amor” o “Aceptarnos amorosamente tal y como somos” dejarán de ser una entelequia, para convertirse en la real y concreta forma de connivencia con nosotros mismos.


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